Nos vamos

San Vicente de los Allende

San Vicente de la Barquera es mío. Bueno, y de mi familia. De los que estuvieron y los que vinieron.

Es el sitio donde mi padre me llevaba a los viveros donde trabajaba mi tío, enfrente de lo que hoy es el restaurante Annua y su terraza Nácar (una Ibiza con ostras, vistas y más accesible), mientras yo temía que uno de esos cangrejos gigantes me atrapara, en una broma recurrente y un miedo nada irracional que hoy repito con mis sobrinos.

Vivir en San Vicente es un lujo si eres un niño: no todos los pueblos tienen su propio dragón, El cúlebre. Yo sé la historia porque me la contó mi padre, señalándome entre susurros el mismo recodo de río en el que se escondió, el mismo que yo les señalo a mis vecinos, adonde se escapó esta criatura mitológica rompiendo en su huida con su cola un trozo del puente, que me señaló siempre mi padre. El cúlebre sale poco de su refugio: la última vez que lo hizo fue para rescatarme de una caída en las rocas y llevarme al médico. ¿No os lo creéis? Tengo una herida que demuestra que sí, que sucedió.

Entre los muchos misterios de San Vicente (algunos de los que seguramente resolví jugando a los detectives con mis primos) se encuentra esa lápida en la Iglesia, arriba de una fortaleza defensiva, en la que estaba esculpido el nombre de mi abuela, por entonces viva; esa zona de fango que yo veo igual que un mapa de España; o esa casa, en una ladera pegada al mar, camino a la playa, que tenía paneles solares hace décadas cuando no sabíamos ni lo que eran las renovables, y a cuyo dueño los rumores ubican como un inventor arrepentido de la bomba atómica.

O cómo pudo la playa del Tostadero hacerse tan pequeña de repente, o como llegó ese enorme zapato ahí, a la mitad de la arena. ¿Se la dejó un señor gigante? En Santander tenemos el Camello, que en realidad es un dromedario, y en San Vicente tenemos un zapato que en realidad es una bota de las de antes.

Es mi pueblo, es el lugar donde mi hermano lleva a hombros la virgen de la Barquera en La Folia mientras los marineros lloran de emoción, donde en la playa las noches te llevan a recordar historias de tus diecisiete, donde cogía acederas y moras (las moras salen en septiembre, las moras salen en septiembre) con mi madre, y navajas (muergos, allí se dice muergos) con mi padre. Son muy bobos los muergos: les pones un poco de sal en el fango donde duermen, salen a por ello y les cazas.

En San Vicente la mar es omnipresente, y no sólo porque los restaurantes de Los Soportales se llamen El Marinero o El Pescador, es porque en ese pueblo en el que todos son primos o “esi –sí, con I–, si nos hemos criado juntos”, todo el mundo ha sentido en la espalda la brisa del nordeste, se ha escapado alguna vez a erizo o –de verdad– gulas, y ha tenido un familiar que ha faenado en un barco, trabaja en una pescadería o simplemente atiende a gente de la mar, que allí, como en todos los puertos, es femenina, porque en el fondo la mar es una madre.

San Vicente tiene dos de cada: dos iglesias y dos vírgenes, marineras, a las que celebra por igual, la de La Barquera y la del Carmen; dos puentes (La Maza y La Barquera); dos zonas, el pueblo y La Barquera; dos lugares para defenderse, un Castillo y la Iglesia; y hasta dos almas, la pesquera y la ganadera, la medieval y la turística. Y eso sí, un inmenso paseo por la playa, desde El Rosal hasta el Cabo, con su propio universo de miniplayas, tan largo como el paso del tiempo de la villa medial al pueblo turístico.

El paso del tiempo nos hizo pasar un ilustre inquisidor (Antonio del Corro) a, mucho mejor, un ilustre cantante con nombre de auditorio en una villa que, no sabemos si con magia o con truco de los que intuimos no gustarían a Del Corro, que te engaña porque te hace creer que puedes coger los Picos de Europa con la mano.

Más cerca tienes Oyambre, un parque natural que ha sobrevivido a intentos de especulación y a campos de golf, desde el que hoy accedes a otra tanda de campings, caminos en bicicleta y escuelas de surf, que se suman a rutas a caballo o avistamiento de aves y a largas tardes en esa playa llena de gente (a pesar de que fue un regalo de mi padre a mi hermano y desde entonces es suya) y, sobre todo, de sol, aceite bronceador, barbacoas y cuidado que sube la marea y la mar está picada o hay mucha resaca –aunque no hayas bebido–.

Llegas allí subiendo desde el principio de ese puente de los ya desaparecidos atascos kilométricos –largos como esa subida de tono con la que los pejines cierran las frases–, en donde apareció de la nada, de un año para otro (porque es que en San Vicente pasan cosas mágicas) una playa que los barquereños, los mismos que dieron en llamar Otto a todos los alemanes –eran muchos, por todas partes, en el camping, en las casas de piedra, en las casas prefabricadas, en los bares– para ahorrar tiempo en la ronda de blancos, bautizaron como la de Los Vagos.

Y ahí, al final de ese puente, mientras contenías la respiración siguiendo una superstición antigua, sabías que pasara lo que pasara, siempre estarán los tuyos, y siempre estará San Vicente, el lugar donde, a mí me pasó, se te cumplen los deseos.

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